Antonio Guerrero Aguilar/
En ésta temporada solo tenemos presentes dos tradiciones:
la del día de brujas y el día de Muertos, pero se nos olvida la fiesta de todos
los Santos. Los pueblos de la antigüedad,
pensaban que en ciertos días del otoño se abren puentes entre la tierra y la
eternidad. Para el mexicano, desde el 31 de octubre comienzan los preparativos
para la vivencia del día de los Muertos. En ese día festejamos una tradición
anglosajona y para el 2; el tradicional día de los Muertos. Con tanto ajetreo y
premuras, ya no consideramos el primero de noviembre, dedicado a todos los
Santos, precisamente como preámbulo a la fiesta del día de los Muertos.
De acuerdo al año litúrgico, el 1 de noviembre honramos a
todos los santos del cielo, aquellos que ya fueron canonizados como de aquellos
que esperan ésta gracia. A decir verdad, el origen de ésta tradición es muy antiguo.
Desde los primeros tiempos de la Iglesia, los cristianos tenían la costumbre de
colocar reliquias de aquellos que habían sufrido persecuciones y muerte de
parte del imperio romano. Ponían restos humanos, así como trozos de ropa que
habían pertenecido en vida al mártir en los altares y sobre ellos hacían la
consagración.
Los romanos fueron muy respetuosos de la muerte y de los
restos mortales, pues ellos también en cierta forma los veneraban con el nombre
de lares y penates, unas deidades de carácter doméstico a los cuales oraban y
llevaban ofrendas. De igual forma, tenían un templo conocido como panteón, erigido por el emperador Agripa
para honrar a todos los dioses a los que mantenían respeto. Gradualmente dejaron
de usar el sitio sagrado y en el año 608, fue donado al papa Bonificio IV, que
lo convirtió en un templo dedicado a la Virgen María. Tiempo después, el papa
Gregorio IV (827-844) lo volvió a consagrar con el nombre de Santa María de
todos los Mártires. Ahí fueron colocados los restos de los mártires el 1 de
noviembre del año 835. Durante el pontificado del papa San Gregorio VII
(1073-1085), se fijó el 1 de noviembre
como la fecha para honrar a todos aquellos que habían alcanzado la santidad a
través de la palma del martirio.
En la piedad popular de los mexicanos, así como de la
Iglesia; se mandan a hacer misas por el descanso eterno del alma de quien ya
murió como señal de respeto y consideración a nuestros fieles difuntos. Tenemos
la creencia de que ya gozan de la presencia y gloria de Dios y que además interceden
por aquellos que esperan la gracia del Señor. En ese día, los mexicanos
recordamos a todos los que se nos adelantaron, preferentemente a los niños y a
las señoritas.
De acuerdo al verdadero sentido pascual de la muerte para
un creyente católico, por medio del bautismo y de los demás sacramentos,
sabemos del misterio pascual de Cristo tal y como lo describe San Pablo en su
carta a los Romanos. Así entendemos el mensaje evangélico en torno a la
inmortalidad del alma y de la comunión de los santos, porque en ellos vemos: la unión con los hermanos que se durmieron
en la paz de Cristo y rezamos por ellos no solo para ayudarles a que gocen
pronto de la Gloria del Señor, sino porque creemos que un día habrá una
resurrección también en la carne y en la manifestación de la venida de Cristo
en el fin de los tiempos, que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos y
pondrá nuestra vida y nuestras obras en una balanza para conforme al actuar de
cada uno, dar la vida eterna.
No debemos olvidar ésta tradición. En ella están presentes
los deseos de los vivos de continuar con la memoria y el recuerdo de quienes ya
se fueron. Tampoco deben confundirse con
supuestos ritos de mal gusto o hechicería. Por respeto a nuestros ancestros y a
nosotros mismos, no se deben invocar a los muertos para prácticas mágicas o
adivinatorias. Nuestra sociedad actual tiende a ocultar la muerte y sus signos,
porque solo se considera a los cementerios como lugares en donde se depositan
los restos mortales de los difuntos. Aunque haya otras costumbres, se respetan
las nuevas concepciones como la de incinerar los restos para luego esparcirlos
o llevarse las cenizas a sitios especiales en nuestros hogares. Pero si no
promovemos la construcción de arte y de una cultura funeraria, estamos cortando
el sentido de trascendencia de la vida en la muerte.
De igual forma, se busca el uso de tratamientos artificiales
en los que se procura mantener lo más que se pueda al cuerpo del difunto, sin
respetar el ciclo de la vida humana. Ciertamente hemos cambiado el trato a
nuestros difuntos. Antes la vigilia funeraria se hacía en las casas, ahora se
rentan capillas funerarias. No hace mucho tiempo, las personas morían
regularmente en las casas rodeados de sus seres queridos, hoy en las
habitaciones de los hospitales o de algún asilo. Es triste, pero nos desatendemos
de aquellos que tanto bien hicieron por nosotros.
A mi juicio, debemos recuperar a los cementerios, como un
verdadero campo santo y como signo de
comunión de Jesucristo con los vivos y con los muertos. Por ejemplo, ahora
instalan a los panteones en lugares periféricos y alejados, mientras que los
panteones tradicionales siguen sujetos a la destrucción de su patrimonio
funerario histórico, cultural y artístico, pues existe una intolerancia
respecto al espacio de los muertos en la tierra. Se les quita o se les priva
todo lugar de recuerdo y memoria en nuestras ciudades.
Desgraciadamente las autoridades municipales no entienden
la importancia de los espacios funerarios. Si se fijan, no procuran el
establecimiento de nuevos panteones cuando uno ya quedó repleto. Por lo tanto,
conviene señalar la avidez y saturación de servicios funerarios que en cierta
forma explotan comercialmente los sentimientos de los dolientes.
La tradición y la piedad popular para con los difuntos se
expresa de varias maneras, según la historia y los lugares. Aquí en el noreste
mexicano comienza con una etapa de preparación, se siente la cercanía de la
fecha y la obligación moral de visitar a nuestros difuntos. En la visita al cementerio
el 1 y 2 de noviembre, debemos acudir con todo respeto y mostrar el apego al
verdadero sentido de la fiesta de los muertos en México. También hagamos una
gran fiesta comunitaria, con una misa en honor a todos aquellos que se nos
adelantaron en el camino, manteniendo limpios los sepulcros, adornarlos con
flores y luces, como una muestra de que se mantiene intacto su recuerdo.
Pero sobre todo, más que celebrar cada año el Día de los
Muertos, debemos comprometernos firme y decididamente a celebrar los 365 días a
nuestros seres que aún están con nosotros, respirando vida y salud. En vida hermano, en vida…