Antonio Guerrero Aguilar/
De tesoros y relaciones hay muchos
relatos. Conozco personas que tienen equipo especial y hasta recurren con
algunos que tienen cualidades excepcionales y no tienen la fortuna esperada. Más
como dice el refrán: si te toca aunque te
muevas. Otros tienen la oportunidad sin buscarla, les llega como milagro
del cielo, la aprovechan y se llevan la
parte que les toca y a reserva de no haber maldición alguna, mejoran su
situación económica. Es como si aquella frase atribuida al Cantinflas se
hiciera efectiva: no pido que me den,
sino que me pongan donde haya.
Por ejemplo, cuando estaban construyendo
el mercado de abastos de Santa Catarina allá por 1982, unos trabajadores
estaban quitando unas tapias. De pronto todos los albañiles corrieron para
hurgar entre los escombros. Alguien me dijo que eran monedas de oro y ya con
ellas agarraron monte, para perderse con lo encontrado. Tengo otra exposición
también de Santa Catarina; en la calle Colegio de Niñas entre Morelos y
Constitución se aparecía una señora en la madrugada que atravesaba de lado a
lado. En el suelo sobresalía un aro metálico entre la tierra, con el cual una
vecina siempre se tropezaba al pasar. Como era muy mal hablada, decía unas
palabrotas para luego concluir que ahí estaba un tesoro.
Una madrugada, los inquilinos de una de
las casas decidieron escarbar al amparo de la obscuridad, y dieron con un cazo
repleto con monedas de plata. Obviamente al amanecer ya no estaba la gente y no
supieron más de ellos. Era el año de 1977 y yo cursaba el primero de secundaria
en la Rangel Frías. Pasé por esa mañana y vi el hueco. Me animé a bajar y
recogí una monedita de 20 centavos de plata del 0.720 con la fecha de 1936 que
aún guardo. O también de un tesoro encontrado en la casa que perteneció a
Nemesio Ayala en la esquina de Juárez y Zaragoza, en donde hubo una panadería
entre los años de 1974 y 1975; cuando el panadero decidió tirar unas tapias de
sillar para construir un horno y también dio con la relación.
Es raro y hasta cierto punto paradójico,
que durante mucho tiempo a las personas les diera por ocultar sus objetos
valiosos en sus casas, patios, campos o cuevas. Obviamente eran tiempos donde
no había bancos y la propiedad de la tierra no era muy lucrativa. Los terrenos
fuera de la población le correspondían al municipio o a un fondo comunal. De
pronto llegaban gavillas de bandoleros o de los indios bárbaros y tenían que
resguardar el patrimonio familiar en algún lugar habilitado para ello. Por
ejemplo, he visto travesaños en las puertas o ventanas con orificios, en donde
perfectamente cabían monedas de regular tamaño. Otro sitio predilecto era en
los fogones de las cocinas, en los muros gruesos de las casas o los enterraban
en donde Dios les daba a entender; debajo de un árbol, cerca de una piedra o en
la oquedad de una noria.
Luego hacían planos conocidos como
derroteros, en donde dejaban las instrucciones precisas para ubicar el tesoro
oculto. Las generaciones pasaban y se olvidaban del punto en donde dejaban los
lingotes, monedas, joyas y demás objetos de valor. Con el correr del tiempo, se
hacían obras de construcción o de mantenimiento. Un conocido me contó que en
1966, estaban haciendo trabajos de pavimentación en el cruce de Manuel Ordóñez
y Privada Reforma en pleno centro de Santa Catarina, exactamente en frente de
la primaria. De pronto se armó un alboroto cuando la motoconformadora dio con
una relación. Los trabajadores aprovecharon la ocasión, se quitaron los
pantalones y en ellos echaron unas monedas al parecer de oro. Huyeron con su tesoro y nunca más se supo de ellos, dejando tan solo la maquinaria en el
lugar.
En el periódico El Porvenir del
22 de noviembre de 1936, se habla del hallazgo de un tesoro en la Sierra de
Mamulique. Un médico de Sabinas Hidalgo llamado Ignacio García relató el recorrido
a una mina abandonada, supuestamente repleta de tejos de oro, que dejaron los
revolucionarios. Como prueba de la riqueza que les esperaba a quien se
atreviera a buscarla, tenía un trozo del metal amarillo que un trabajador le
hizo llegar. Para cerciorarse de la fortuna, realizó una expedición con el
propósito de investigar y hacerse de la abundancia ahí guardada, provistos de
unas lámparas y unos mechones. Acudieron hasta una mina abandonada ubicada en
el extremo norte de la Cuesta sobre la serranía, como a unos veinticinco
kilómetros de la carretera a Laredo. Ingresaron a una galería como de cincuenta
metros de profundidad, y luego un abra
o sendero los llevó a lo más recóndito del túnel.
En el trayecto vieron cosas que brillaban en el suelo, mientras
escuchaban un extraño ruido. El guía les pidió que no recogieran nada,
especialmente porque había muchos pedazos de metal por todos lados, semejantes
al que tenía el señor García. Uno de los acompañantes tomó una pieza de metal
que le pareció oro puro y en ese momento, un fuerte viento se dejó sentir,
apagando los mechones que llevaban. Trataron de salir apresuradamente, pero se
dieron cuenta que se hallaban perdidos. En eso ordenaron al compañero que
dejara el tejo que había tomado. Fue cuando el viento se calmó y dejaron de
oírse los ruidos. Pudieron salir de la caverna, convencidos que no se podían
llevar las cosas que ahí estaban. Ya no se supo más del asunto.
En el municipio de García, hay una comunidad muy antigua conocida como Los Elotes. Muy cerca de ahí está un
cerro que llaman de La Ventana, en
donde todos los que por ahí viven por el rumbo de Icamole, Maravillas, El
Milagro, El Carricito y San Antonio, saben que se unos ladrones se robaron la
paga del ejército durante la Revolución.
La serranía guarda riquezas minerales y por mucho tiempo, sacaron cuarzo
y fósforo. La gente que ahí laboró hizo un tiro como de 80 metros de largo que
serpentea debajo de la superficie. Los trabajos se interrumpieron y solo se
quedó en el recuerdo de quienes ahí estuvieron y lograron ganar un salario para
mantener a su familia. Hasta que en 1998, unos excursionistas recorrieron la
intrincada red de túneles. Vieron una gruta ya muy dañada por las detonaciones
y muchos recovecos que les dieron la impresión de no tener fin.
Recorrieron una buena distancia, hasta que llegaron a una parte en donde
estaban unos hornos, leña, una moneda antigua de un peso, una servilleta y una
mochila, además de unos restos humanos. Con las lámparas y las teas que
llevaban, pudieron observar unas barras y unos costalitos que les pareció estar
repletos de monedas. Quisieron levantar el esqueleto pero no pudieron, estaba
tan pesado y lo peor del caso, es que oyeron un bramido y una corriente de aire
que les apagó la luz y sus lámparas dejaron de alumbrar. Se asustaron, pero
ofrecieron llevar los huesos y enterrarlos en un panteón. En eso oyeron una voz
como de ultratumba, que les sentenció: todo
o nada, por lo que regresaron hasta la entrada, en donde se pusieron a
pensar lo que habían vivido. Dicen que volvieron pero ya no estaba aquello que
les había llamado la atención.
Es difícil precisar las cosas que ocurren. Para unos pueden ser
alucinaciones y fantasías provocadas por el afán de tener una aventura que les
permita remediar su situación económica, seguramente. Lo mejor del caso, es que
esas descripciones nos permiten aumentar y enriquece la historia oral de
nuestros pueblos.
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