Antonio Guerrero Aguilar/
El cantautor argentino Facundo Cabral, mitad en serio y
mitad en broma, decía que su educación terminó cuando lo echaron a la escuela.
Tras escucharlo, me llevó a una interrogante: ¿así como entró, lo habrán “echado”
literalmente de su plantel? Bueno, eso no me toca ni me corresponde saberlo, es
asunto de cada quien. Lo cierto es que después de su sentencia, remataba en
tono burlón sí había un lugar especial en el mundo, para guardar todas las
cosas, en especial las “tonteras” que nos han enseñado en las aulas.
Seguramente se inspiró en una frase de George Bernard Shaw: “Mi educación fue
muy buena hasta que el colegio me la interrumpió.”
Siempre he pensado que la escuela no debe confundirse con
la formación. La primera por definición, es para quienes tienen “tiempo libre”
y así lo confirma su etimología: “skolé”. Un niño tiene toda la vida a su
disposición y en consecuencia, nos inculcaron a leer, escribir, a contar y a
dirigirnos al público, parte esencial del trívium antiguo de la gramática,
dialéctica y retórica. La etapa siguiente, nos dio habilidades, actitudes y
destrezas.
A mi parecer, en la escuela nos llenan de información,
que tiene con “enseñar qué”: por ejemplo, Colón llegó en 1492 al considerado
Nuevo Mundo, que dos más dos es cuatro y así sucesivamente. En cambio, la
formación nos “enseña a”: a pensar, a ser felices, a ser mejores. Como se
advierte, son dos rumbos que no están reñidos, sino complementarios:
inteligencia y voluntad, la cualidad de conocer como la de querer.
En su libro “Don Camilo y don Pepone”, Giovanni Guareschi
señala: “Nací en una entonces aldea soleada y esparcida”. Yo también, el
domingo de Ramos de 1965, en un solar que la bisabuela rentaba y permitía a la
nieta mayor, anidarse en el mismo. Soy de Santa Catarina, Nuevo León, un estado
mexicano, ubicado al pie de la Sierra Madre Oriental y a unos 200 kilómetros
del Río Bravo, la frontera tan controvertida con Texas, catalogada por Carlos
Fuentes, “como una cicatriz que aún no termina de sanar”.
En aquel tiempo, mi pueblo tan solo había un plantel de
pre-escolar, dos primarias y dos secundarias, así como un colegio confesional
atendido por las hermanas del Verbo Encarnado. Con tan solo cuatro años, fui
llevado al “kínder garden” del lugar. Ahí estuve dos años, de 1969 a 1971. Años
de revueltas estudiantiles, en especial el 68, año sincrónico porque
coincidieron acontecimientos decisivos en la historia. En ese año, los Beatles
alcanzaron el primer lugar en ventas con la canción de “Hey Jude”, en la cual
Paul McCartney recita la estrofa: “Porque bien sabes que es un tonto, el que
trata de hacer su mundo un poco más frío…”. A la distancia, había sin tantos
aspavientos, una pedagogía de la utopía.
Tengo pocos recuerdos de aquella estancia, repleta de
juegos, bailes, cantos, a de enseñanzas que nos llevaban a identificar e
integrarnos en el contexto. Raro, pero aún conservo amistades y conocidos de
tales tiempos, porque al ser un municipio casi conurbado con Monterrey, la
capital del estado, todos fuimos compañeros en el plantel. Conviene aclarar: a
esa edad, 4, 5 y 6 años, todo depende más de la percepción como de la
curiosidad que de los espacios como de las personas.
Por ejemplo, recuerdo pasillos, patios y salones más
amplios como iluminados, ahora cuando visito a mis planteles, lo veo
empequeñecidos, angostos y hasta deben mantenerlos con climas y luces para que
parezcan cómodos y propios para el aprendizaje. En el prescolar me dieron los
rudimentos y las bases para acercarme a las letras como a los números, de una
forma lúdica como esencial y secuencial. Ya en el primer grado, nos pusieron
una tarea, la de sumar los números y dar resultados. Eran libretas con hojas
cuadriculadas y por intuición, comencé a dar secuencia a los números y no a
realizar operaciones. El resultado fue terrible y más porque prevalecía el
postulado de “la letra, con sangre entra”. Con pluma roja la maestra comenzó a
dibujar una serie de tachas, que hoy en día, se me recuerdan las cruces de un
panteón.
Lo admito: al concluir cada etapa, se me dificultaba
adecuarme a los lineamientos. Me sucedió en secundaria, en preparatoria como en
profesional y posgrado. Siempre tengo que remontar y posicionarme en las
calificaciones, porque al arrancar, siempre obtengo la mínima calificación y
sendas “regañadas”.
En el kínder teníamos sillas individuales y nos permitían
jugar entre niños y niñas. Ya en la primaria, eran mesabancos para dos
personas: nos sentaban por parejas e inmediatamente, nos marcaban una distancia
como diferencia, la cual se reflejaba en tareas asignadas: las compañeras
limpiaban las aulas y pasillos, en cambio a nosotros nos ponían los trabajos “duros”
en el patio. Si no cumplíamos como “Dios manda” y la maestra también, nos daban
unos “manazos” o nos castigaban en los rincones. Una ocasión por no llevar la
tarea, me pusieron “orejas de burro” y me mandaron a un rincón, dando la
espalda a todo el grupo. Eso sí, no lloré cuando me llevaron a la primaria. En
cambio, lloraba cuando iban y nos ponían vacunas. En el kínder nos daban un
desayuno y en la escuela, una cosa dura y cuadrada que parecía mazapán, que
debíamos diluirla en agua para que diera consistencia de un chocolate.
Han pasado poco más de medio siglo y a la distancia, agradezco las intenciones y significados que me inculcaron: a levantarme temprano, no llegar tarde, no molestar a las niñas y más o menos andar presentado, entre otras enseñanzas más. Albert Camus consideraba a “La escuela prepara a los niños para un mundo que no existe y yo me tomé el atrevimiento de modificarla un poco”.
De igual forma alguien me dijo que el hombre es la suma
de sus desgracias. Disiento, gracias a la escuela, somos un cúmulo de
experiencias y recuerdos de los tiempos idos.
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