Antonio Guerrero Aguilar/
Sin el afán de participar en ámbitos de la información que
los medios, continuamente nos hacen llegar, tampoco quiero entrar al ámbito de
las noticias amarillistas y tremendas que a fuerza de tanto escuchar y estamos
expuestos, provocan un rechazo, hastío o incluso una actitud conformista ante
los hechos que vivimos y padecemos en la actualidad. Más bien, haciendo una
revisión hacia el pasado, quiero platicarles lo siguiente: el 12 de junio de
1830, el alcalde de Santa Catarina Teodoro García, escribió una carta a Joaquín
García, quien ocupaba el cargo de gobernador de Nuevo León. Le hizo saber el
hallazgo del cuerpo de una mujer completamente mutilado en el camino que va de
Monterrey a Saltillo.
La noticia causó conmoción y sorpresa en la región, en
especial a lugares como Monterrey, San Pedro, Santa Catarina, Pesquería Grande
y Rinconada. Todo comenzó cuando Joaquín Mireles, vecino de Santa Catarina,
acudió con un regidor del ayuntamiento para decirle que vio el cadáver de una
mujer desnuda y sin cabeza, con múltiples heridas causadas por un arma blanca.
El sitio del crimen era un lugar llamado Charco Verde, cercano a una casa que
tenía el denunciante y de un jacal propiedad de Julio Morales. El regidor del
cabildo de Santa Catarina acudió acompañado por dos vecinos para dar fe del
asesinato. Entonces vieron “el
espectáculo más lastimoso que en otros tiempos se ha visto, habiendo seguido el
mismo regidor la huella de sangre hasta a distancia de diez pasos, donde estaba
cubierta la cabeza de la difunta y tapada con unas lechuguillas, la cual
regresó y en unión del cuerpo lo trasladaron a la cárcel de este pueblo donde
se ha tenido públicamente para ver si se conoce persona de las que paran a
verlo”.
No sabían la identidad de la mujer ni mucho menos quién le
había quitado la vida. Mandaron correos a Saltillo, Rinconada y otros pueblos
de la región avisando del macabro suceso. Para dar con el sospechoso, dieron la
orden de que diez miembros de la milicia cívica de Santa Catarina recorrieran
todo el camino, explorando bosques y mogotes existentes entre Santa Catarina y
Rinconada, acompañados con uno de los testigos que vieron un día antes a la
muerta en el Charco Verde. Por la forma en que ocurrió el asesinato, el
gobernador consideró a “este crimen tan
horrendo que la misma naturaleza se estremece al oírlo” y en consecuencia
ordenó las averiguaciones correspondientes para ubicar al asesino lo más pronto
posible. Hasta ahí la información de una carta que se puede ubicar en el
Archivo Municipal de Monterrey, en la colección correspondencia, vol. 26,
expediente 36. Desconozco si alguna vez dieron con el paradero de quienes
arrebataron la vida a esa mujer, en un punto al que ubico posiblemente entre
Santa Catarina y el Sesteo de las Aves.
Lamentablemente siempre nos llegan las noticias acerca de la
existencia de cuerpos heridos, abandonados o ya sin vida a lo largo del trayecto
de Santa Catarina a Ramos Arizpe, Coahuila. El 6 de septiembre de 1863 llegó
una brigada al mando del general Julián Quiroga. Con ella venían cuatro mujeres
que fueron heridas en el rancho de Carvajal, por lo que mandaron traer a Juan
Saldívar que sabía algo de medicina; pero ante la gravedad del asunto prefirió
no intervenir y solicitó su traslado hasta Monterrey. Algunos testigos
residentes en la Cuesta de Carvajal, dijeron que las cuatro damas venían atrás
de la tropa. El alcalde Mariano Rangel hizo las averiguaciones pero los
soldados no quisieron hablar. Unos dijeron que solamente oyeron disparos que
les provocaron daños a las mujeres.
Una de ellas estaba embarazada y tenía una herida por la
espalda, otra tenía el orificio de bala arriba de la cintura. En el
interrogatorio dijeron que venían a la retaguardia de la tropa; una seguía a su
esposo y la otra al hijo que habían sido muertos en una acción en Puebla. Se
sumaron al contingente para regresar a la Villa de Santiago de donde decían ser
originarias y procurar el pago por sus servicios. Para mantenerse preparaban
las comidas como “vivanderas”.
Cuando arribaron a Monterrey, las llevaron al hospital para
ser curadas. Quiroga aceptó la culpa, que les disparó solo para asustarlas
pero que no les hizo daño. Ya las había regañado de que no quería verlas entre
su gente. Una tenía por nombre Cayetana Lara, originaria de Tepeji del Río, la
otra se llamaba María Juana Lugo, originaria de México, sobrina de una de las
heridas, quienes formaban parte de un grupo de mujeres que estaban juntas en la
mañana cuando fueron a dispararles. Afortunadamente el doctor Gonzalitos sanó
sus heridas y finalmente dio la parte de que los daños sufridos no eran de
riesgo.
Como se advierte, la historia es cíclica y continuamente
vemos como los acontecimientos tienden a repetirse. Lo cierto es que ahora se
debe viajar con cuidado y protección.
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