Antonio Guerrero Aguilar/ Cronista de Santa Catarina
Es raro que una ciudad como la capital de Nuevo León,
establecida hace poco más de 400 años no tenga edificaciones propias de los
siglos XVI, XVII y una que otra correspondiente al siglo XVIII. Gradualmente
todo el patrimonio arquitectónico fue desapareciendo y no se diga de la falta
de panteones y arte funerario pertenecientes a esos siglos. Del siglo XVIII
solo permanecen en pie la catedral, el antiguo edificio del hospital de nuestra
señora del Rosario y el obispado. El otro fue destruido en 1914 durante la
ocupación de las tropas carrancistas, el emblemático y enigmático templo y
convento franciscano dedicado a San Andrés.
Al inmueble como a la loma y la colonia que rodean al único
monumento colonial de Monterrey se les llama o conoce popularmente como “El
Obispado”. Desde aquí se pueden apreciar las montañas que circundan a
Monterrey, la bien ponderada “ciudad de las montañas”. Entre las montañas se
forman valles y nosotros bien podemos identificar dos: el valle de Monterrey
delimitado al norte por el cerro del Topo Chico, al sur por la Loma Larga, al
este por la majestuosa sierra de la Silla y al oeste por las Mitras. El otro
valle está delimitado por la Sierra Madre al sur, las Mitras y la Loma Larga al
norte, al poniente la Cuesta de los Muertos y al oriente la Silla. A éste se le
conoce como el Valle de Santa Catarina de Nueva Extremadura y en están
jurisdicciones territoriales de García, Santa Catarina, San Pedro Garza García
y una parte del sur de Monterrey.
Precisamente el cerro de las Mitras tiene dos estribaciones
que bajan de poniente a oriente: la Loma Larga con una extensión de diez
kilómetros más o menos la cual llega hasta el sureste, con una altura de no más
de 300 metros. La otra es un conjunto de lomas que bajan por San Jerónimo y
llegan hasta Monterrey. A ésta loma le llaman del Obispado y tiene una altura
de 780 metros. Al cerro del Obispado
también se le conoce como la Loma de la Chepe Vera, en honor a José Vera, un poblador
regiomontano que nació en 1687. Cultivó sus tierras por éstos lares cercanos a
la loma. Trabajó en la construcción de la catedral y fue casado con Ignacia
Rodríguez, muriendo en Monterrey en 1743.
La diócesis del Nuevo Reino de León y luego arquidiócesis de
Monterrey han dado nombres en honor a los obispos: los municipios de Marín y
Apodaca llevan los apellidos de dos obispos. Un barrio y colonia del sur de
Monterrey se tituló originalmente Repueble de oriente o de Verea. Una montaña
nos recuerda a la mitra episcopal y hasta un arroyo que baja de la Sierra Madre
se le conoce como del Obispo gracias al señor José María Belaunzarán y Ureña.
Obispo tiene su raíz etimológica en una palabra griega “episkopos”, formada por el prefijo “epi” que significa sobre o encima de y “skopos” cuyo significado es ver, mirar
o apreciar. Entonces el obispo es quien tiene una posición superior, es quien
cuida y supervisa a su pueblo convertido en su rebaño. El obispo se sienta en
una cátedra y desde ella gobierna a su diócesis. Por eso su templo es llamado
catedral. Luego desde el punto de vista honorífico, algunos obispos asumieron
posiciones más elevadas. Se convirtieron en arzobispos, cuya etimología procede
de “arki”, el primero, el que manda. Desde 1891 la sede diocesana fue
convertida en el arzobispado aún con el nombre de Linares, pero estando en
Monterrey, cambio aprobado por la Santa Sede en 1922. Hoy en día, la
arquidiócesis de Monterrey es la primera de una provincia eclesiástica
conformada por los obispados de Saltillo, Piedras Negras, Linares, Nuevo
Laredo, Matamoros, Ciudad Victoria y Tampico. Todas ellas situadas en las
ciudades más grandes del noreste mexicano.
La intención más antigua de formar una diócesis data de
1739, cuando el rey Felipe V pensó en la conveniencia de establecer otro
obispado y segregar su territorio de la diócesis de Guadalajara. Para ello
solicitó a unos emisarios que recorrieran el noreste de la Nueva España
buscando el lugar más idóneo para fijar la sede diocesana. Uno de ellos, el
Lic. José Osorio y Llamas recomendó en 1769 su establecimiento. Para ello
propuso a la villa de San Felipe de Linares, situada en el corazón geográfico
del Nuevo Reino de León, de la Nueva Extremadura y del Nuevo Santander. En
consecuencia, el 16 de mayo de 1777 le otorgaron la categoría de ciudad a Linares
y el papa Pío VI decretó la creación de la nueva diócesis mediante la bula
“Relata Semper” el 15 de diciembre de 1777.
A la nueva sede episcopal le dieron por nombre del Nuevo
Reino de León. Después le llamaron de Linares y desde 1922 de Monterrey. El auto
formal para su funcionamiento corresponde al 31 de agosto de 1779. El rey de
España propuso como primer obispo a Juan Antonio Sánchez de Alozén, un
religioso franciscano que cambió su nombre por fray Antonio de Jesús Sacedón.
Inmediatamente se trasladó a éstas tierras para tomar posesión de su encargo
espiritual. En noviembre de 1779 llegó enfermo a Saltillo y desde ahí dispuso
que el padre Francisco Javier Barbosa, cura del Valle del Pilón acudiera en su
representación hasta Linares y tomara posesión de su diócesis. Todavía
indispuesto llegó a Monterrey. La gente organizó fiesta para su recibimiento y
hasta le ofrecieron un generoso hospedaje. Como buen franciscano prefirió una
de las celdas del convento franciscano de San Andrés, en donde falleció en olor
a santidad el 27 de diciembre de 1779.
Al quedar vacante la diócesis, nombraron como segundo obispo
a fray Rafael José Verger (1722-1790). Originario de Santagní, en Mallorca,
España. Todo un personaje formado en la academia y dedicado a la enseñanza y
con celo apostólico a las misiones. Fue
consagrado como obispo por el arzobispo de la ciudad de México, Alonso Núñez de
Haro el 22 de junio de 1783. Llegó a Monterrey el 20 de diciembre del mismo
año. Acudió a su sede pero no le gustó. Prefirió el clima y el ambiente de
Monterrey, por eso pidió el cambio de Linares para la capital del Nuevo Reino
de León.
Ya con la diócesis la situación del reino cambió. Proyectó
una catedral nueva, abrir el seminario y un hospital. Mandó construir el templo
de nuestra señora del Roble y del palacio episcopal situado en donde ahora
están las calles de Zaragoza y Morelos. También le dio por ampliar la traza
urbana de Monterrey rumbo al poniente, por estar más alto, con mejor posición y
alejada del peligro de las inundaciones. El 30 de mayo de 1787 envió un oficio
al ayuntamiento de la ciudad para solicitar la loma de la Chepe Vera y
construir en ella su residencia, un nuevo palacio episcopal. El 2 de junio del
año citado el cabildo aprobó la petición.
1785 fue un año difícil. Hubo fuertes heladas que
destruyeron las cosechas dejando a muchos pobladores sin recursos. Por eso como
una forma de aliviar sus necesidades, el obispo les dio trabajo para la
construcción del palacio episcopal que inició en 1787 y concluido tres años
después. La cúpula del oratorio no corresponde a éste periodo. En su lugar se
puso un cimborrio techado con madera y forrado con placas de plomo. Usaron
piedras de sillar que había en las canteras del mismo cerro. El edificio consta
de un oratorio en el cual se hicieron ceremonias litúrgicas. Su puerta y
fachada principal están hacia el oriente. Los recuerdan el sacrificio pascual y
la relación de Jesús como el Sol que todos los días nos ilumina. Para llegar a
la misma debían subir por una escalinata. La fachada mantiene algunos detalles
churriguerescos. En el centro fue colocada en una hornacina una imagen de
nuestra señora de Guadalupe y a los lados dos pequeños campanarios en los que
alguna vez tañeron tres campanas en cada uno. A la izquierda del oratorio
estaba la secretaría. Al norte las habitaciones del señor
obispo. En una de ellas falleció el 5 de julio de 1790. En la azotea colocaron
dos relojes de sol con casi dos metros de altura, uno mirando al sur y otro al
norte. Para recoger las aguas llovedizas dejaron un aljibe en el patio
central. El palacio episcopal fue
dedicado a la Virgen de Guadalupe, declarada como patrona del nuevo Reino de
León desde 1748.
A la muerte del señor Verger el edificio quedó sin ser
ocupado para lo que fue hecho. Entonces le dieron otra vocación tan distinta.
En 1816 José Joaquín de Arredondo lo ocupó como cuartel. También el ejército
mexicano se atrincheró para combatir a los norteamericanos que finalmente se
hicieron de la plaza el 22 de septiembre de 1846. Según el historiador Carlos
Pérez Maldonado, un soldado mexicano hizo la proeza para evitar que una bandera
nacional cayera en poder de los invasores. De acuerdo a las leyes de Reforma,
el gobierno incautó el predio. Desde aquí Santiago Vidaurri dispuso que sus
tropas vigilaran a la comitiva del presidente Benito Juárez para que sus tropas
no avanzaran más allá de San Jerónimo en febrero de 1864. En 1871 durante la
revolución de la Noria el ala norte explotó pues también destinaron al Obispado
como polvorín. En 1888 la federación se hizo cargo de los monumentos y bienes
inmuebles de carácter histórico. Querían establecer cuatro plazuelas por cada
lado del cerro y dejarlo como cuartel militar. Entre 1898 y 1903 sirvió como
hospital y de refugio de aquellos que sufrieron de la epidemia de la fiebre
amarilla. En 1907 surgió una Junta Arqueófila, quedando como presidente el
médico Amado Fernández Muguerza, quien se preocupó por rescatarlo y darle el
uso adecuado. El doctor Martínez comenzó a llevar piezas históricas para
conformar una colección. En 1944 comenzó la remodelación a cargo del arquitecto
Joaquín A. Mora.
Hoy en día su fachada nos habla de la mentalidad de una
época. Tiene una arquitectura culta diseñada en un estilo, basado en un credo
estético. Con su fachada ornamentada sobre el sillar. Está cimentado en la cima
de la roca, pero no en su parte más alta. Consta de dos plantas, de todo el
conjunto sobresale su fachada y la cúpula. La primera tiene un arco conopial
gótico rematado con motivos de flores y vegetales, con el anagrama VM. Separado
del remate superior vemos un cordón franciscano que corre de sur a norte. A los
lados dos columnas barrocas estípites corintias. Hay una hornacina en donde
alguna vez estuvo la imagen de la guadalupana. Aún está pero en mal estado pues
de acuerdo a versiones orales, fue dañada por disparos de metralleta. A sus
lados están dos medallones en donde hay dos figuras, una de ellas corresponde a
Santa Clara de Asís y la otra está sin identificar.
Algunas cosas que estuvieron en el vetusto convento de San
Andrés aquí se resguardan. La puerta principal de madera fue instalada el 8 de
enero de 1923. Hay una viga que perteneció al techo del templo desaparecido con
la fecha de 1793, la pila bautismal y una escultura de Santo Domingo de Guzmán.
Cuando hicieron la explanada, se le hizo un monumento para
instalar la imagen de la virgen de la Purísima que data de 1799, de un escultor
anónimo traída desde San Luis Potosí. La escultura permaneció en la barda norte
del puente que atravesaba los arroyos de Santa Lucía; en la actual calle de
Diego de Montemayor entre Juan Ignacio Ramón y 15 de Mayo. En 1934 fue
destruida por unas autoridades anticlericales, pero también fue rescatada y
remodelada con cemento. Perdió un poco su apariencia pero la dejaron en su
lugar en 1940. La actual es una réplica de la original. Desde el 20 de
septiembre de 1956 fue destinado a museo regional de historia. Dicen que es Obispado de día y París de noche y que todo
noviazgo regiomontano que no ha pasado una tarde en el obispado no es noviazgo
regiomontano. Lo cierto es que éste edificio es la síntesis y el testigo silencioso
de una historia de casi 225 años.
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