Antonio Guerrero Aguilar, Cronista de Santa Catarina
Un 5 de abril correspondiente al año de 1933, la ciudad de Monterrey fue escenario y
testigo de un terrible acontecimiento en una casa situada en la calle de
Aramberri número 1026, casi esquina con Diego de Montemayor cercana al barrio
de la Luz en pleno centro de Monterrey. Todavía de madrugada, más o menos a las
seis y media de la mañana, Delfino Montemayor se despidió de su esposa Antonia
Lozano de 54 años para asistir a su empleo en la Fundidora de Fierro y Acero de
Monterrey; mientras la hija de ambos llamada Florinda Montemayor con tan solo
19 años, aún seguía durmiendo. Al regresar por la tarde don Delfino vio a su
esposa e hija cruelmente asesinadas.
Esta familia procedente de General Zuazua, Nuevo León,
había vendido todo su patrimonio para establecerse en Monterrey. Al saber que
tenían dinero en efectivo, un grupo de delincuentes penetró en la casa y
asesinó a la madre y a su hija para luego huir con las pertenencias. Cuando
arribaron las autoridades, quedaron asombradas por la forma tan salvaje del
crimen cometido. La sospecha se fue sobre unos parientes de la familia pues la
puerta de entrada no había sido forzada y las infortunadas mujeres permitieron
en su momento el acceso a sus agresores. Un detalle guío a la captura de los
asesinos: había un rastro de sangre que salía de la casa con rumbo a otro
domicilio situado a escasos metros. Para asombro de todos, dos de los asesinos resultaron
ser sobrinos de la señora Florinda y hallaron las pertenencias de la familia en
el negocio que tenían a la vuelta de la casa.
Uno de ellos llamado Gabriel habló. El y dos secuaces
planearon el robo junto con un chófer y el asesinato de las mujeres, a quienes
mataron para no ser reconocidos. Arrestados y en espera de una dura condena,
fueron ejecutados s al aplicarles la ley fuga
en una loma llamada de la santa Cruz, situada a la entrada y en enfrente
del cementerio de General Zuazua, Nuevo León. Luego los cuerpos de los asesinos
fueron expuestos para calmar el morbo y las buenas conciencias de la sociedad
regiomontana de la época. La gente del
Monterrey de entonces lo calificó como una venganza ordenada por el padre y
esposo de las dos mujeres que perdieron la vida. El crimen se fue borrando de
la memoria de los vecinos, pero no los extraños sucesos que se desencadenaron
de ahí en adelante en la casa Aramberri.
Los cuatro maleantes
reconocieron lo siguiente: originalmente acudieron con la intención de cometer
un robo pero terminaron degollando a sus víctimas. Se llamaban Gabriel
Villarreal, Emeterio González de León, Pedro Ulloa y los hermanos Heliodoro y
Fernando Montemayor, ambos sobrinos de los dueños de la casa. Hubo otro
cómplice a quien le apodaban "el ciego " pero no participó
directamente en el crimen. Un detective llamado Inés González encontró la
primera pista para hallar a los culpables: un rastro de sangre salía de la casa.
En este proceso repleto de pistas y conjeturas, el camino repleto con las gotas
de sangre que salen de la casa donde ocurrieron los asesinatos hasta conducir a
una carnicería propiedad de Gabriel y
Emeterio tan famosos en ese barrio. En
consecuencia, la captura de los malandros es inminente.
Mucho de lo que se sabe acerca del crimen de la casa de
la calle de Aramberri se debe a los periódicos de la época, a versiones orales,
al expediente judicial y a dos novelas: la primera publicada al poco tiempo del
fatal episodio escrita por Eusebio de la Cueva y la segunda por Hugo Valdés
Manrique en 1994. A esta obra le debemos casi todo lo referente al crimen.
Recientemente la dirección de publicaciones de la UANL hizo una edición
ampliada incluso hasta en formato electrónico. Durante mucho tiempo la casa
situada en el número 1206 de la calle Silvestre Aramberri estuvo abandonada y
ruinosa. De pronto se convirtió en un sitio turístico inevitable para quienes
salían en los bares y antros del Barrio Antiguo de Monterrey durante las
madrugadas. Tal vez por la necesidad de tener una experiencia sobrenatural o
por los efectos del alcohol, pero quienes acudían a la casa decían escuchar los
gritos y lamentos de dolor. Decían que los
espíritus de las mujeres asesinadas no descansaban en paz. El crimen de la casa de la calle de Aramberri
cobró más fama cuando comenzó a hablarse de la existencia de un perico. Basada
en una versión oral y luego justificada en una psicofonía grabada que repetía
incansablemente unas palabras emitidas por un loro que serían fatídicas: “Díles que no me maten, Gabriel”.
Aprovechando la vibra de la casa, unas personas
vinculadas a la brujería acudían para
llevar a cabo ritos y sacrificios de animales, por lo que las puertas y
ventanas de la casa debieron ser selladas y enrejadas para cerrarles el acceso.
Aun así la gente se las arreglaba para entrar, haciendo agujeros en la pared o
por el techo. En el año 2002, siendo gobernador Fernando Canales Clariond amenazó
con tirar la casa para terminar con los rumores existentes que alteraban la paz
del barrio. Otros hablan de un segundo asesinato dentro de la casa pero fue
desmentido por la policía, tal vez con el fin de evitar intromisiones y nuevas
travesuras. Por ejemplo, cuando llegaban los visitantes salían misteriosamente
unos niños que se ofrecían como guías a través de las habitaciones y del patio.
Al concluir el recorrido pedían una gratificación y
amenazaban a los presentes: quien llega conduciendo el vehículo siempre termina
en un accidente automovilístico. Actualmente
la casa de la calle de Aramberri permanece cerrada y tapiada. Y a causa de su pasado trágico y
de la leyenda que la rodea, no la dejan descansar en paz. En la obra de Hugo Valdés se descubre una cara
ignota de Monterrey. Ahora se nos presenta como una ciudad violenta, insegura y
poblada por nuevos vecinos que llegaron a Monterrey atraídos por la fama del
trabajo y el sueldo seguro. Una fama que ahora nos agobia y no nos deja vivir
tranquilos ciertamente.
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